Esto no tiene nombre

Los últimos tres años he vivido cambios muy intensos de vida, si en 2016 me hubieran dicho en qué condiciones estaría viviendo para finales de 2017, me hubiera parecido totalmente inverosímil. Si en enero de 2017 me hubieran dicho que en septiembre viviría un sismo de dimensiones similares al de 1985 y en la fecha del aniversario de ese sismo, no lo hubiera creído. Si me hubieran dicho que entre noviembre de 2017 y mayo de 2020 viviría las pérdidas que he experimentado, me hubiera recorrido un escalofrío de angustia y tristeza. Jamás me hubiera parecido verosímil que el mundo se detendría por meses, prácticamente toda la primavera (y quizá también el verano) de 2020.
Sigo sin poder creer muchas cosas, no puedo entender muchas de las vivencias que aún parecen sueños, leo continuamente testimonios como éste que intento escribir, recurro a lo que otras personas sienten; consulto a mis amigas y amigos, hurgo entre las ideas, las memorias, las apresuradas narraciones de los días lentos que se nos van espesamente, que sentimos que no llegan a ningún lugar. El paso de los días, de las emociones, de las improbables situaciones que son cada vez más concretas y más crudas.
Y al mismo tiempo me enfrento a la liberadora tiranía de la pantalla que se ha vuelto refugio, escape, opio, recetario, lugar de encuentro, espacio de distanciamiento, recurso de contacto humano, salón de clase, dojo virtual, biblioteca, bar, bitácora, oficina, estudio de edición, laboratorio de experimentos tecnológicos... Y esta maldita pantalla que es todo también me recuerda, cuando la veo sin luces e inerte, que no es nada, que su virtualidad es tan irrelevante como la fuerza que le doy a todo eso que me frustra, me embrutece o me alivia. La virtualidad de esta pantalla que convierte el tamborileo de mis dedos en letras es tan absurda como importante, es tan inútil como vital.
Y me pregunto si no es esa misma virtualidad la de mi vida emocional, ignoro honestamente si no es el mismo lenguaje el que le da soporte a mis emociones y, de algún modo muy enrevesado, el mismo lenguaje que le da vida a estos pedacitos de plástico, circuitos y unos y ceros. ¿Es el lenguaje mi idioma, el idioma de mis emociones y el lenguaje de que le da instrucciones a esta máquina? ¿No ha sido siempre la virtualidad del lenguaje la que le da sostén y vida a todas nuestras máquinas y espacios humanos? ¿Y ese lenguaje no es acaso la primera forma de máquina?
No sé porqué me hago tantas preguntas, no entiendo de dónde viene ese afán de preguntar que vive en mi cabeza. No entiendo ni si quiera porqué siento todo lo que siento y entonces recuerdo que no tiene mucho sentido buscar respuestas, porque la mayor parte del tiempo no puedo hacer mucho con esto, con las palabras, con el lenguaje ni con las máquinas. Porque frecuentemente me topo con un límite infranqueable, más tiránico que el de la maldita pantalla, el límite que es este: no sé ponerle nombre a esto que siento.

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